UN
HOMBRE SINCERO
-¡¿Se
puede saber que tanto me ve, señor?!- increpó, de una vez por todas, Mónica,
imprimiendo a su voz una mezcla de impaciencia y fastidio que pretendía no
pasaran desapercibidos por su mirón.
-Las
nalgas, señorita- respondió Jacinto con toda la parsimonia que había ido
acumulando con los años, igual que ahora juntaba las hojas secas de los árboles
con su despeinada escoba. Mónica no dio crédito al escuchar una respuesta tan
desfachatada. Se le subió a las mejillas el color rojo de su escotado corpiño,
y ensayó en su mente todas las majaderías que conocía, para lanzarlas al rostro
del agresor, pues una afrenta de ese tamaño no podía quedar impune. Sin
embargo, fué tal su turbación, que sólo atinó a decir, con voz trémula de
coraje y vergüenza:
-¡Viejo
cochino!
Y
estaba lista para darle una bofetada y huir a llorar su deshonra a otro lado,
cuando la voz de Jacinto sonó como la aguja de un fonógrafo sobre un disco de
vinil, y le dijo, con hipnótico acento:
-No
se encabrite tanto conmigo, señorita. Está usté muy bonita para hacer tanta
mueca. Es que a un hombre como yo sólo le queda el consuelo de la vista, que
además, no está usté pá saberlo, pero ya me falla bien recio. Así nos curamos
nosotros los viejos todos los males de la tristeza. A una muchacha así tan
sanota como usté (y volvió a repasarla completita con la mirada, aunque esta
vez a punto de renunciar a la obscenidad, como queriendo envolverla en una
compasión cuasi paternal, pues él bien sabía cuánto ha de padecer un mujerón de
tales dimensiones, en un mundo hombruno como éste en que nos tocó vivir), lo
que le sobra es quien le diga mentiras. Que si me encantan tus ojos; que me
conquista tu sonrisa; que si te voy a bajar la luna y las estrellas. Yo sé bien
qué es lo que quisieran bajarle a usté toda la bola de malvivientes que la
rondan, señorita. Siempre que la veo pasar va usté muy mal acompañada de alguno
de esos ladinos que nomás la buscan para apretujarla contra el zaguán de su
casa. Pá qué quiere usté que le mienta yo también. Usté preguntó qué le miraba
y yo le contesté. Que le vengan a mentir esos muchachos que pueden lograr algo
con hacerlo; yo, señorita, aunque pretendiera lograr algo, ya ni puedo. Me
conformo con mirarla pasar así tan bonita como es usté (otra vez la mirada de
inspección). Nomás un favor le pido, señorita. No pregunte cosas, si la verdá
le incomoda tanto. Yo ya no estoy para decirle mentiras a ninguna damita. ¿Que
ganaría? Ande, señorita, vaya a encontrarse con uno de esos jóvenes que le
dicen que no la buscan por sus nalgas. Yo aquí me quedo mirando, si usté
dispensa. Es cierto que se mira usté muy preciosísima cuando viene, pero se
mira todavía mejor cuando se va. Ande, señorita; vaya. No haga esperar a un
hombre que aguarda ansiosamente esos ojitos, y esa sonrisa, y esa manera de ser
de usté; todas esas cosas que no tienen nada que ver con su cuerpo.
Por
espacio de diez segundos Mónica se quedó pasmada, inmóvil, sin saber que hacer
o que decir. ¿Cuál era el justo castigo para un hombre que ha hablado con la
verdad? Eso no se lo enseñaron nunca; ni en su casa, ni en la escuela, ni las
amigas; algo así no figuraba en el manual. Si tan solo la Toña estuviera ahí en
ese momento. Ella sabría perfectamente qué hacer para desafiar tanta verdad.
Al
fin, después de mucho vacilar, emprendió de nueva cuenta su andar, sabiendo que
llevaba los ojos de Jacinto colgados por debajo de su espalda. Entonces,
enfatizó el contoneo de sus caderas, y sonrió, volteando para mirar por última
ocasión a Jacinto, que con la escoba entre las manos, le devolvió la sonrisa,
disfrutando del premio al que acababa de hacerse acreedor.
José
Manuel Amador Huerta.
*México.
*Mané.
*Microrrelato,
cuento y novela de corte existencialista.
*https://www.facebook.com/doaor/?fref=nf
*manuelamador3690@gmail.com
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