martes, 3 de mayo de 2016

UN HOMBRE SINCERO


-¡¿Se puede saber que tanto me ve, señor?!- increpó, de una vez por todas, Mónica, imprimiendo a su voz una mezcla de impaciencia y fastidio que pretendía no pasaran desapercibidos por su mirón.

-Las nalgas, señorita- respondió Jacinto con toda la parsimonia que había ido acumulando con los años, igual que ahora juntaba las hojas secas de los árboles con su despeinada escoba. Mónica no dio crédito al escuchar una respuesta tan desfachatada. Se le subió a las mejillas el color rojo de su escotado corpiño, y ensayó en su mente todas las majaderías que conocía, para lanzarlas al rostro del agresor, pues una afrenta de ese tamaño no podía quedar impune. Sin embargo, fué tal su turbación, que sólo atinó a decir, con voz trémula de coraje y vergüenza:
-¡Viejo cochino!
Y estaba lista para darle una bofetada y huir a llorar su deshonra a otro lado, cuando la voz de Jacinto sonó como la aguja de un fonógrafo sobre un disco de vinil, y le dijo, con hipnótico acento:
-No se encabrite tanto conmigo, señorita. Está usté muy bonita para hacer tanta mueca. Es que a un hombre como yo sólo le queda el consuelo de la vista, que además, no está usté pá saberlo, pero ya me falla bien recio. Así nos curamos nosotros los viejos todos los males de la tristeza. A una muchacha así tan sanota como usté (y volvió a repasarla completita con la mirada, aunque esta vez a punto de renunciar a la obscenidad, como queriendo envolverla en una compasión cuasi paternal, pues él bien sabía cuánto ha de padecer un mujerón de tales dimensiones, en un mundo hombruno como éste en que nos tocó vivir), lo que le sobra es quien le diga mentiras. Que si me encantan tus ojos; que me conquista tu sonrisa; que si te voy a bajar la luna y las estrellas. Yo sé bien qué es lo que quisieran bajarle a usté toda la bola de malvivientes que la rondan, señorita. Siempre que la veo pasar va usté muy mal acompañada de alguno de esos ladinos que nomás la buscan para apretujarla contra el zaguán de su casa. Pá qué quiere usté que le mienta yo también. Usté preguntó qué le miraba y yo le contesté. Que le vengan a mentir esos muchachos que pueden lograr algo con hacerlo; yo, señorita, aunque pretendiera lograr algo, ya ni puedo. Me conformo con mirarla pasar así tan bonita como es usté (otra vez la mirada de inspección). Nomás un favor le pido, señorita. No pregunte cosas, si la verdá le incomoda tanto. Yo ya no estoy para decirle mentiras a ninguna damita. ¿Que ganaría? Ande, señorita, vaya a encontrarse con uno de esos jóvenes que le dicen que no la buscan por sus nalgas. Yo aquí me quedo mirando, si usté dispensa. Es cierto que se mira usté muy preciosísima cuando viene, pero se mira todavía mejor cuando se va. Ande, señorita; vaya. No haga esperar a un hombre que aguarda ansiosamente esos ojitos, y esa sonrisa, y esa manera de ser de usté; todas esas cosas que no tienen nada que ver con su cuerpo.
Por espacio de diez segundos Mónica se quedó pasmada, inmóvil, sin saber que hacer o que decir. ¿Cuál era el justo castigo para un hombre que ha hablado con la verdad? Eso no se lo enseñaron nunca; ni en su casa, ni en la escuela, ni las amigas; algo así no figuraba en el manual. Si tan solo la Toña estuviera ahí en ese momento. Ella sabría perfectamente qué hacer para desafiar tanta verdad.
Al fin, después de mucho vacilar, emprendió de nueva cuenta su andar, sabiendo que llevaba los ojos de Jacinto colgados por debajo de su espalda. Entonces, enfatizó el contoneo de sus caderas, y sonrió, volteando para mirar por última ocasión a Jacinto, que con la escoba entre las manos, le devolvió la sonrisa, disfrutando del premio al que acababa de hacerse acreedor.

José Manuel Amador Huerta.

*México.
*Mané.
*Microrrelato, cuento y novela de corte existencialista.
*https://www.facebook.com/doaor/?fref=nf

*manuelamador3690@gmail.com

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