martes, 3 de mayo de 2016

Una extraña enfermedad


Sir John pertenecía a una estirpe de nobles caballeros. Por generaciones su familia había proporcionado formidables guerreros que habían resultado vencedores en innumerables batallas. Desde niño él conocía su destino y a tal efecto se había adiestrado con entrega. Siendo todavía un joven, ya poseía una notable maestría en el manejo de la lanza y la espada, incluso a caballo. Pero en donde destacaba sobremanera era en su increíble puntería en el tiro con arco.

Los padres se sentían orgullosos de su hijo. Aunque a veces no parecían gustarles demasiado los paseos por el bosque del chico, entregado a observar plantas y piedras y a estudiarlas, esmerado, con la ayuda de su preceptor. El padre, sobre todo, prefería verlo dedicado a tareas más varoniles y siempre que podía imponía a su hijo quehaceres para desarrollar su fuerza física.
Llegó el final de su preparación como caballero y, por tanto, el día de ir a la guerra. Para la ocasión Sir John montaba un alazán blanco hermosamente guarnecido y vestía soberbia armadura, casco con penacho y una espada recién salida de la fragua del mejor forjador de armas.
En cuanto Sir John vio entrechocar los aceros de los cientos de caballeros desplegados en el campo de batalla, chorreantes de sangre, un picor insoportable de apoderó de todo su cuerpo, tanto que le fue imposible empuñar el arma, entregado como estaba a rascarse con todas sus ganas, sin poder remediarlo. Hubo que volverse sin estrenar la espada. En el regreso, Sir John pasó todo el camino taciturno y cabizbajo.
Su madre creyó que la piel delicada del chico no estaba acostumbrada a llevar la cota de malla y eso le había afectado. Así que para la siguiente batalla le cosió una camisa de la más fina batista para vestirla debajo de la armadura. Sir John, flamante, marchó de nuevo a la guerra, pero cuando se disponía ya a la lucha sobre su caballo a galope, una serie interminable de estornudos lo hicieron detenerse; su nariz no dejaba de moquear y sus ojos de lagrimear. En ese estado fue imposible entrar a la batalla. De nuevo Sir John volvía a su hogar sin haber estrenado su espada, aún más taciturno y cabizbajo que la ocasión anterior. En el castillo, nadie se explicaba lo qué ocurría. Sir John se encerró en sus aposentos sin querer hablar con nadie.
Tras unos días de desconcierto, el padre de Sir John decidió que una buena jornada de caza animaría al muchacho. Invitó a los jóvenes nobles de la zona y al alba ya estaban todos reunidos a la entrada del castillo, Sir John incluido. Hacía una despejada mañana de otoño y se preveía una buena cacería, los perros brincaban y ladraban alrededor de los caballeros. Llegaron a un claro del bosque y cada caballero escogió su puesto a la espera de un jabalí o de un venado. Sir John llevaba una ballesta y todos sabían de su gran puntería. Apareció un ciervo a beber en el río. Los cazadores, de mutuo acuerdo, dejaron a Sir John el honor de disparar y cobrar la pieza. Pero no bien había terminado de tensar la cuerda de la ballesta cuando sintió que el aire le faltaba, no podía respirar, como si sus pulmones se negaran a dejar entrar el aire que necesitaba. Unos silbidos roncos se le oían cada vez que pretendía inspirar. Esta vez sí que el padre de Sir John se asustó, tomó a su hijo en brazos y él mismo lo llevó a su cama para que se recuperara.
Los padres estaban convencidos de que su hijo padecía una grave enfermedad y entre ambos decidieron mandar a un mensajero para traer al castillo desde la ciudad a un sanador judío que tenía gran fama en toda esa comarca. El médico acudió tan pronto como preparó lo indispensable para viajar y pidió ver al enfermo que guardaba cama desde el incidente de la caza, a pesar de que parecía muy saludable. El médico, a solas con el chico, lo examinó e interrogó durante largo rato. Los padres esperaban en la sala. Cuando el judío salió, el padre, afligido, se apresuró a preguntar:
-Decidme, señor mío, ¿qué mal aqueja a mi hijo?, ¿hay que temer por su vida?
-Nada hay que temer, excelencia, su hijo está perfectamente, tan sólo padece alergia a la violencia.

Amparo Valdés Solís

*España
*Relato corto, cuento

*amparo_valdes@hotmail.com

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