EL JUNCO ESCRITOR
La niña pasó corriendo por el
pasillo, dio la curva que llevaba a los dormitorios, entró en el suyo, cerró la
puerta y se apoyó agitada contra ella. Su pechito parecía incapaz de soportar
tantos latidos. Sentía sus ojos inútiles para contener tantas lágrimas, así
como notaba que sus manos y sus piernas no podrían sujetar tantos golpes y
patadas como deseaba poder dar, pero lo peor era la garganta, tan llena de
gritos.
Quemaba.
Sabía que si empezaba a gritar
el mundo se acabaría. A los nueve años sabes esas cosas intuitivamente sin que
nadie te las explique, como sabes que si sacas un pie de la cama mientras
duermes, los cocodrilos que viven debajo se lo comerán. Es ley de vida.
El esfuerzo inmenso por
contenerse hizo que las fuerzas internas que amarran la locura y el dolor la
hicieran caer al suelo plegada como el junco del dúo Dinámico pero peor.
Cayó dobladita.
Por unos segundos se quedó
quieta, respirando y tratando de reorganizar los pensamientos. Podía haberse
roto en aquel momento como tantos niños que se rompen y ya no se levantan,
aunque vuelvan a andar, pero ella se levantó.
Dio unos pasos, cogió un
cuaderno, un bolígrafo y comenzó a escribir apoyada en la cama. Algunas
palabras no se leían bien porque la tinta azul al mojarse se abría en flores de
acuarela salada.
Hoy, cuarenta años después,
sigue pasando igual cuando llora encima de lo que escribe. El pecho ha crecido
y ha demostrado ser capaz de aguantar lo que nadie imaginaba, los ojos, las
manos, las piernas y todas las partes de su cuerpo, han mostrado capacidad
sobrada para vivir y sobrevivir.
Ella aún escribe con una mano.
Con la otra se agarra fuerte a
la cuerda que la mantiene atada a la cordura.
Las flores de acuarela ya
forman un jardín.
Isabel Salas
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