martes, 3 de mayo de 2016

El jardín de yiddó

Qué tendrá este incienso, no lo sé, pero algo en él me hace revivir ese primer momento en que mis pasos se sintieron protegidos bajo la enramada de hojas de uva que, con tanto cariño, al igual que a las flores, frutas y verduras de su jardín, cuidaba yiddó (palabra árabe que en español significa "mi abuelito").
Yo tenía cinco años. Empezaba el verano. Tanto a sittó (mi abuelita) como a yiddó los conocía por fotos y, al yo bajar del carro -después de ms de una hora de camino, desde Beirut hasta el Valle del Bekaa- y verlos allí parados, en la entrada de su casa, corrí hasta llegar a ellos y abrazarlos como no recuerdo haber abrazado a nadie más en toda mi vida.
 -¡Sabah il kháir! -con este efusivo "¡Buenos días!", cada mañana yiddó saludaba a su "paraíso", tal como él llamaba a su jardín.
Yiddó me decía que a las plantas hay que hablarles, cantarles, tratarlas con mucha ternura, porque son seres vivos que sienten todo. Me pedía que le acompañara a recoger los tomates, el perejil y los pepinos que había sembrado y que ya estaban listos para la ensalada que sittó prepararía para el almuerzo.
Verlo sonriente, con su manguera, con la tierra salpicándole el pantalón de vestir -cuyo ruedo, para no mojarlo del todo, él doblaba casi hasta la altura de sus rodillas-, sumado al reposo de la mariposa sobre la rama, al asomo de la lagartija entre las sillas y a todo lo que él me iba contando, me hizo desde entonces desear alejarme de la ciudad y vivir en el campo.
-Algún gato travieso llegará y se comerá a los pollitos que hoy acaricias: es la ley de la naturaleza. A los animales también hay que cuidarlos, tratarlos con todo el amor -me decía mientras barría las hojas secas.
Yiddó tenía los ojos muy pequeños, tanto que poca gente ha de recordar su color; me gustaba observarlos hasta que, de repente, los abría más de lo normal y le regalaba a mis ojos su azul intenso.
No sé qué tendrá este incienso; será que su aroma me recuerda alguna de las tantas especias con las que mi mama -sí, así, en árabe, sin acento- condimenta el arroz con el que rellena las hojas de uva.
Ese verano y algunos otros siguientes veranos que tuve la fortuna de estar allí, en Ghaza, a yiddó también le acompañé a seleccionar las hojas de hierbabuena, los melocotones, las berenjenas, el cebollín, las peras, los garbanzos, las manzanas, los duraznos y las cerezas, para terminar los dos descansando bajo aquella enramada que nos regalaba su sombra y su paz.
Sittó dejó este mundo antes que él. Y hace cuatro veranos ya él tampoco estaba. Hace cuatro veranos ya yo sabía que no los iba a encontrar, sin embargo, me reconfortaba la esperanza de volver a respirar cada centímetro de su jardín. Pero hace cuatro veranos, al yo caminar rumbo a su casa, pasé de largo porque no la reconocí. El mismo azul de los ojos de yiddó, que cubría cada pared, se convirtió en costosas piedras blancas, frías. La tierra -que a tantos hizo latir- fue cambiada, en su totalidad, por cemento; el mismo cemento que acabó con la enramada, porque su sombra no alcanzaba a otro carro; el mismo cemento que mató hasta la última rosa.
No sé qué tendrá este incienso que me hizo volar a mis primeros pasos bajo las hojas de uva; no sé qué tendrá, pero algo en él me hizo seguir hasta llegar a ese instante, hace cuatro veranos, frente al ayer paraíso de yiddó convertido hoy en el recuerdo de uno de los momentos más tristes de mi vida.
*Escrito en la Isla de Margarita, en abril de 2014.

DALAL EL LADEN GHAZAOUI

*Venezuela
*Prosa/Prosa poética
*http://dalalelladen.blogspot.com

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