MALCRIADO
-De veras que tú sí eres el
mismísimo Anticristo. No sé qué estoy pagando contigo.
-¡A mí no me hables así,
cabrón! Nomás eso me faltaba. Que encima de todos los entripados que me haces
pasar, además te me pongas altanero.
-Pues es que no sé ahora qué
hice.
-¿Y cómo vas a saberlo,
zoquete? Si andabas hasta las manitas, condenado. Seguro que no te acuerdas de
lo que le hiciste a tu abuelita. Mírala; pobrecilla. Ve nada más cómo la
dejaste.
Raulito miró a la octagenaria
señora que yacía tendida en el viejo colchón, ese colchón que había atestiguado
varias generaciones de inmoralidad. Lo cubría una sola sábana con mas agujeros
que la integridad de todos los miembros de esa familia a la cual le había tocado en suerte pertenecer.
-Qué tranquila está mi abue.
Nunca la había visto así, tan quietecita. Ojalá se quede así por un buen rato.
-Cómo no se va a quedar así.
Si está muerta. Bien muerta. Tú la mataste con tus propias manos, chacal.
Raulito pareció no entender lo
que su madre le estaba diciendo. Un conjunto de imágenes nebulosas e incongruentes
empezaron a desfilar por su atrofiada mente. No alcanzaba a hilar dos ideas.
Pronto se despreocupó de ello. Al fin y al cabo, siempre había sido así.
-¿Qué vamos a hacer con mi
abue?
-¿Qué vas a hacer tú con tu
abue, baboso? Como anoche ya hiciste con ella todo lo que quisiste, ahora
quieres que yo remedie tus estupideces, como siempre. Pero no, mijito; esta vez
vas a cavar el hoyo tú solito. No toda la vida te voy a estar solapando.
Faltaba más.
Raulito cavó buena parte de la
mañana en el terreno baldío que tenían a unos cuantos metros de su vivienda,
buscando previamente con la pala el sitio adecuado; uno donde no hubiera osamentas
que obstruyeran su labor.
Su madre sólo salió dos veces:
la primera para llevarle agua, pues el sol estaba arreciando, y la segunda,
para acercarle la cal que había olvidado junto a la letrina.
Cuando la tarea estuvo
concluida, se sentaron a almorzar el acostumbrado plato de frijoles con chile y
un par de tortillas para cada uno.
Raulito siempre se quedaba
dormido luego del almuerzo, y ahora con más razón: cavar siempre lo dejaba
agotado.
Doña Petra se acercó a ponerle
encima su chal, y se le quedó mirando un momento, añorando los días en que Raulito,
siendo niño, dormía en ese mismo
colchón.
-Cómo ha pasado el tiempo.
Mira cuánto has crecido. Tus maldades también crecen contigo, canijo. De todos
modos, para mí siempre serás mi angelito. Duerme, corazón. Al rato viene a
visitarnos tu tío Danilo, y tienes que agarrar hartas fuerzas porque va a estar
bien preguntón.
Doña Petra salió al patiio, que en esa época del año estaba lleno
de fango y estiércol. Espantó con un grito agudo a los perros que merodeaban.
La vieja sábana del colchón debía ser lavada una vez más.
Manuel Amador Huerta
No hay comentarios:
Publicar un comentario