miércoles, 6 de abril de 2016

DESDE ALLO UNA HISTORIA 
NOS ESPERA España 1936.




Francisco Elizalde Martínez tenía 38 años cuando la guardia civil le rompió los brazos a golpes en el puesto de Los Arcos en el otoño de 1936.
En ese mismo instante decidió que ya era momento de morir. La lucha no terminaba, solo había comenzado, pero él además de quedarse sin brazos con los que trabajar, sin puños para golpear y sin dedos para señalar, se había quedado sin fuerzas y estaba solo.

En Allo solo el hambre gritaba más que el miedo. Porque el miedo es silencioso y se mastica con la boca cerrada aunque no se pueda tragar. Se queda en el paladar del tiempo, agarrado como un aceite revenido y siempre regresa con el gusto triste de la angustia.
El miedo se queda con los vivos. Lo demostró Blasa Roncal cuando fue fusilada en Lerín. Se la llevaron del pueblo dos guardias y otros tantos requetés. Intentaron abusar de ella pero se resistió. La descosieron a tiros mientras les insultaba.
Al “Patica”lo sacaron a rastras de su casa, el cadáver apareció en Murillo de Yerri. Durante todo el verano estuvieron “apareciendo” cuerpos, como si se tratara de un hecho milagroso y repetido. Dónde siempre se había aparecido la virgen, ahora se encontraban cuerpos, desangrados, rotos, con los ojos abiertos en la tierra seca de un verano sediento. Aparecían y volvían a aparecer, siempre por la mañana al pie de los caminos, horizontales al lado de las tapias sin cruz y sin perdón. Solos y muertos desde ayer.
“El Monda”, “Charramanga”, “El Ciego”, “El Gitano”, la lista supera las 34 personas asesinadas en apenas tres meses. Todos en Allo. Con el mes de septiembre comenzaron las sacas en la Cárcel de Estella. En apenas 20 días más de 90 personas fueron asesinadas a sangre fría en los pueblos cercanos y de madrugada, cuando la luz de los ojos está seca y las voces ahogadas.
Elizalde, casi ahogado en la tortura del avión y quebrados los brazos, ya sabía que a Rufina Chocarro la habían matado en El Perdón. El mismo día en que le cantó las últimas cuarenta a la mujer del falangista “Chuscarrina”. Estaba prohibido reventar.
Se decía que, en Muniain, habían fusilado a Félix Ochoa mal, no lo mataron los tiros y aunque no podía moverse hablaba entre gritos de dolor. Para callarle decidieron enterrarle vivo. Ese era el silencio impuesto, que ordenaban brazo en alto entre escapularios benditos en la misa diaria y de la noche.
Francisco Elizalde, “El Roña” no sabía entonces la suerte que iba a tener su amigo Valerio. Muerto su hermano Norberto, “el taxista”, tuvo que irse “voluntario” al frente con una mano delante y una pistola detrás. Al poco se pasó a Francia y solo después de varias décadas se le supo en América masticando en aquel océano los miedos de un mundo tan nuevo como siempre.
Ese taxi fue usado por requetés y falangistas para llevar la muerte entre los faros y las cejas del odio por los pueblos. Le llamaron “El Coche de La Muerte”.
Quizás en ese mismo coche Norberto fue llevado entre matones a Oteiza, en La Solana, entre Estella y Tafalla.
Allí se fusilaba a mediodía. En las afueras, lejos del pueblo, pero no tanto como para que no se pudieran escuchar las descargas del odio. El momento elegido era la salida de misa, cuando algunos beatos aplaudían las ráfagas y los golpes de pecho desangrados.
Elizalde ya sabía que, al menos, se ahorraba la tortura del avión. En los últimos días la había padecido. Con las manos atadas a la espalda lo colgaban del techo y así comenzaba el interrogatorio entre golpes y los hombros descoyuntados por el peso de su propio cuerpo.
Pudo ser así, en esa posición como le rompieron los brazos a golpes. Y ya no pudo más y pareció rendirse.
El Roña iba a hablar, a confesar. Señalaría exactamente el lugar por el que le estaban preguntando desde hace días y noches. Él que llevaba aguantando torturas, palizas y prisiones la mitad de su vida, había cedido al fin. Eso creyeron. El Roña se rendía, pero solo a sí mismo. Nunca ante nadie y, para que así fuera, iba a necesitar testigos y la cobarde presencia de quienes no habían querido matarlo por codicia y soberbia.
Él era gato, de Allo y albañil. Militaba en la CNT desde mucho antes de ser mayor de edad. Era anarquista. Con 21 años ingresó por primera vez en prisión a consecuencia de la paliza que le dio a Manuel Varañans por esquirol. La condena de 2 años le permitió recobrar la libertad en 1921. Un año más tarde ya había estafado a la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España.
-El dinero había ido a parar a la hucha del fondo anarquista que permitía dar de comer a las familias de aquellos obreros en huelga o encarcelados.- Lo encarcelaron.
Tras un intento fallido de huida volvió a la calle en 1923 y un mes más tarde junto a otros compañeros había atracado al pagadero de la excavación “Unión” de la empresa minera Martínez Rivas en Vizcaya. El golpe salió mal y se liaron a tiros con la guardia civil que finalmente los detuvo. El Consejo Supremo de Guerra y Marina le impuso una pena de ¡17 años y 6 meses!
En la prisión de Larrinaga mantuvo una discusión en la prensa con el dirigente del PNV José Antonio Aguirre Lecube y fue objeto de un complot que casi le cuesta la vida. Los partidarios de Lerroux (Partido Republicano Radical) que por entonces había dado un giro a la derecha y nadaba en la corrupción, decidieron matar a Elizalde.
Le prepararon desde la misma cárcel una evasión trampa de la que milagrosamente salió indemne. De esa experiencia escribió en el nº 171 de La Revista Blanca que se editaba en Cataluña.
Ahora entre la penumbra fría de una habitación cerrada en Los Arcos El Roña repasaba el vértigo de su vida. El mismo dolor que hace poco le hizo sangrar de los labios al morderlos, le había anestesiado y pudo sonreír lo suficiente aunque la sangre le volvió a correr por la barbilla.
Recordaba cómo el 14 de abril del 31 , había enarbolado la bandera tricolor de la Republica en la mismísima Estella del Carlismo sacrosanto. Lo había hecho en la plaza a voz en grito, al lado de la iglesia, con varios compañeros borrachos de esperanza primero y del vino después. No era para menos. No se lo perdonaron. Al año siguiente en esa misma Estella le detuvieron en posesión de 14 kilogramos de dinamita y acusado de venta clandestina de armas.
En 1934 fue preso en Zaragoza donde, dicen que había montado un taller clandestino de bombas.
El golpe de estado del 18 de julio le había sorprendido en Estella, allí junto a un reducido grupo de anarquistas había intentado apoderarse de la ametralladora que los militares tenían colocada en la Plaza de San Juan. No lo consiguió y fue encerrado en la cárcel de Estella.
En prisión se fue enterando de los fusilamientos de la gente de Allo. Le contaron como los ricos del pueblo habían saqueado el Ateneo Libertario “Libre Acuerdo” y quemado en la calle los libros, los muebles y los cuadros. No olvidaba como antes, en 1933, los guardias habían registrado ese mismo ateneo y confiscado varios libros. Recordaba algunos títulos: “Embriología”, “Medios para evitar el embarazo”, “Jesucristo nunca ha existido” y “Tierra y Libertad”. La salada sangre de la sonrisa lastimada le trajo de nuevo al presente.
Lamentó no volver a ver a Miguel de Ulibarri, de quien aseguraban que había obligado a dos mujeres a acostarse con él para salvar la vida de sus hombres.
“Te tienes que dejar” había dicho. Y sin vergüenza alguna lo contaba una de ellas para que nadie hablara a sus espaldas y sí a las del ricachón y su conciencia. Le hubiera gustado mucho saludar a Don Miguel pero no iba a poder ser y lo lamentaba.
El comandante del puesto de Los Arcos se había ido a Estella ante la importancia de la confesión del Roña. No era para menos; el responsable de la Junta del Sindicato de Estella de la CNT iba a entregar el arsenal de armas que los anarquistas del norte de España tenían preparado para llevar a cabo su absurda y sanguinaria revolución.
Elizalde sabía que dicho arsenal era una inventiva, una justificación febril que la derecha, la falange, el requeté y el confesionario habían argüido como pretexto para armar el odio.
Ninguno de ellos estaba dispuesto a cambiar súbditos por ciudadanos, tal y como la II República estaba haciendo desde hacía 5 años. El vértigo de esos nuevos tiempos con miles de maestros, con sufragios universales y femeninos, con la separación de poderes y con la libertad convertida en un derecho tenía la veda echada en el coto de una oligarquía poderosa y antigua.
Atrás, muy atrás, quedaban los sueños libertarios donde Allo fue una isla entre los mares de boinas rojas que pocos años después procesionaron Te Deums, cantando al dios de esos ejércitos: majestades y glorias. Desde hacía meses el palio de la sangre teñía de rojo la tierra frente al cielo. Los mártires de entonces ya no fueron los mismos, porque su dios solo lo fue de la necesidad del hombre y de su dignidad. No buscaron jamás otra gloria que la verdad. Se les pagó con el peso del odio y la propina del rencor que persiste en el tiempo. Son heridas abiertas en la tierra, en la sangre, en la historia, en una soledad que algunos compartimos y que el Roña sabía que era suya.
Porque estaba solo, con su muerte anunciada en su propia voluntad. Esa noche y no otra, se iba a morir. Así: transitivamente, porque morirse es un acto de propia voluntad circunscrito a quienes pueden elegir el terror como consuelo propio y los demás solo son un complemento indirecto.
Semanas atrás, en la cárcel de Estella, presenció la doble agonía de Ángel Guillermo.
Incapaz de esperar una y otra noche que se le nombrara en el patio de la cárcel, se cortó las venas del cuello con una cuchilla de afeitar, trasladado a la enfermería reunió fuerzas para, una vez de pie, abalanzarse contra un clavo sujeto en la pared incrustándoselo en la cabeza. Al menos no murió fusilado.
Francisco había decidido robarles su muerte a los asesinos de otros, con él no iban a poder.
Ya le jodió y mucho gritar cuando chascaron los huesos de sus brazos. Supo entonces que ese “cagoendios” que gritó había sido respetado y se hizo valer cuando nada valía.
-¡Os lo voy a decir! Pero dejarme ya en paz.
-¿Dónde?
-¡En Estella, cojones!
-¿Dónde?
-¡En Arieta!
- ¿Qué tenéis allí?
-¡Fusiles, bombas, granadas de mano, dinamita!
-¡Como mientas, ya sabes!
Y lo sabía. Desde Los Arcos a Estella y volver, había al menos una hora. Tiempo suficiente en el que repasar la vida, la lucha, la miseria del hombre, la estúpida resignación que en las manos de los de siempre es un arma anodina que todo lo controla. El IDEAL, así escrito con mayúsculas. La dignidad del hombre y su paciencia. Él recordó a su madre, Valentina, con ese nombre valiente de heroína, a su padre Francisco. A las mujeres que apenas tuvieron un tiempo para amarlo cuando ya era un prófugo de la vida.
En Arieta. Allá arriba, estaba el arsenal de un ejército de harapos y certezas. Se reía y la sangre corría por los codos, el pecho y la barriga, la sangre que le ayudó a templarse como antes lo hizo el anís en los andamios.
Les pediría un patxarán antes de irse y se lo dieron al morro con la cadencia maternal de quien amamanta a un niño que no es suyo.
Se fueron en un taxi, de noche, madrugada. El vaho en los cristales delataba que el frio de la noche no quería saber nada de la historia. La noche, hasta para eso, ha sido siempre más cierta que el otoño. Pasaron por Irache y junto al puente de la vía se paró el coche negro.
Salió el segundo. Un guardia se hizo un cigarrillo, se lo ofreció. Él no fumaba, empezaron a andar. Apretó el paso. No pudieron atarle las muñecas, sus brazos ya no eran paréntesis simétricos. Daba la impresión de moverse al compás erróneo del mundo y su misterio. Cada cual a su ritmo.
Por primera vez en tantos días notó hincharse en su pecho la grandeza. Respiraba. Volvió a acelerarse en la agonía.
Le preguntaron:
-¿Tienes prisa Roña?
-Cuanto antes mejor. Vamos ligeros.
Al cabo de media hora ya habían llegado a la ermita de San Isidro, blanca y porosa sobre el Ega, escucha desde siglos el rumor de un agua que espera algo.
Un guarda a cada lado y un tercero con el farol, los cuatro jadeaban. Solo tres sospechan algo, el cuarto está tranquilo. Sabe respirar, no espera nada. Todo está en él, en la férrea voluntad de quien aún no lo sabe y ha ganado. Sonríe con los ojos cerrados, no tiene miedo. Los otros tres lo frenan.
-¿Dónde vamos?
-A donde me dijisteis. ¡Cago en Dios que me habéis roto los brazos y me vais a matar hijos de puta!
Un culatazo en la espalda le hace caer y al escupir las arjumas de los pinos, la sangre le recuerda que sabe sonreír y es el momento.
Al llegar al cortado, dos metros antes, se agacha y da la vuelta.
-Hemos llegado. Es aquí.
-¿Dónde?
-Aquí he dicho.
Tiene la de perder, los otros nada ganan. Así que dudan. No se le acercan. Inquiere:
-Aquí.
-¿Pero aquí que hay?
-Yo. Estoy yo mismo. Indómito y libre, como siempre.
Y se lanza al vacío, sobre el Ega. Con los ojos cerrados, en silencio, de espaldas, mirándoles a la cara a quienes ya no pueden ser ni sus verdugos. Es libre. Es gato y sabe que ya lleva gastadas seis vidas en condenas necesarias.
Se acuerda de su pueblo, de su infancia, del río que no le va a soltar y de la lucha que para él tampoco ha terminado, porque nada termina si se rompe, tan solo si se acaba…









Juan Andrés Pastor

1 comentario:

  1. Gracias, por el tío del padre de mi amigo Francis, por mi padre porque pasó por Estella y quedó en el hospital, por todas las víctimas y, luchadores y luchadoras de las guerras civiles, porque se acaben y se hagan innecesarias

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