miércoles, 6 de abril de 2016

LAS AVENTURAS DE MAMÁ




El día de mí quinto cumpleaños le detectaron mi madre un cáncer y los médicos dijeron que le tenían que extirpar el útero. Fue un día muy triste.
Nos fuimos todos al hospital en el coche de papá y nos quedamos esperando hasta que el médico salió del quirófano con lágrimas en los ojos.
--En mi vida había visto un útero más hermoso!—dijo, al tiempo que se retiraba el barbijo blanco de la cara – me siento como si fuera un asesino!
Y es que mi madre tenía realmente un útero precioso. Tan precioso que el hospital lo donó a un museo.
Así que un sábado nos fuimos todos a visitarlo y mi tío nos hizo una foto junto a él.
Para entonces mi padre ya no estaba en el país. Se había divorciado de mi madre el día después de la operación.
--Una mujer sin útero no es una mujer, y un hombre que se queda con una mujer que no es una mujer deja de ser hombre—nos dijo a mi hermano y a mí, un segundo antes de tomar el avión para el Polo Norte—Cuando sean mayores lo van a entender.
La sala en la que estaba expuesto el útero de mamá se encontraba completamente a oscuras. La única fuente de luz provenía del propio útero, que desprendía una claridad difusa, como el interior de un avión en un vuelo nocturno.
En las fotos no parecía gran cosa, pero cuando lo vi al natural comprendí perfectamente porque había llorado el médico.
--Uds. Han salido de allí—dijo mi tío señalándolo—como unos príncipes vivian ahí adentro, créanme. ¡Qué madre que tienen, que madre!
Al final mi madre murió, y es que en algún momento todas las madres mueren. Y mi padre se convirtió en un famoso estudioso del Polo Norte y un gran cazados de ballenas.
Las chicas con las que yo salía siempre se ofendían cuando les examinaba la matriz, porque les parecía que estaban en la consulta del ginecólogo, que no es precisamente de lo más romántico.
Pero una de ellas, una que estaba muy bien formada, accedió a casarse conmigo.
Yo les pegaba mucho a nuestros hijos, desde bebés, porque su llanto me ponía muy nervioso. Y la verdad es que ellos aprendían la lección y dejaban de llorar para siempre a partir de los nueve meses, e incluso antes.
Al principio los llevaba el día de su cumpleaños al museo para enseñarles el útero de la abuela, pero como no parecía impresionarlos demasiado y mi mujer se ponía frenética, poco a poco me fui inclinando por llevarlos a clases de matemáticas.
Cierto día la grúa se llevó mi coche y, como el depósito de la policía estaba al lado del museo, decidí entrar.
El útero no estaba en su lugar habitual, sino que lo habían trasladado a una sala secundaria llena de cuadros antiguos, y, al observarlo de cerca vi que estaba totalmente recubierto de puntitos verdes.
Le pregunté al vigilante por qué nadie lo limpiaba, pero él se limitó a encogerse de hombros.
Le supliqué al conservador del museo que me permitiera limpiarlo a mí, si no tenía personal suficiente. Pero él, malévolamente, se negó a ello y me recordó que yo no podía tocar ningún objeto porque no trabajaba allí.
Mi mujer dijo que el museo tenía toda la razón y que además le parecía loco tener expuesto un útero en una institución pública, y encima en un lugar por el que pasaban chicos.
Yo, por lo contrario, no podía pensar en otra cosa.
En mi interior sabía que, si no forzaba la puerta del museo, robaba el útero y me ocupaba de él, dejaría de ser el que era.
Como mi padre aquella noche en la escalerilla del avión, supe exactamente lo que tenía que hacer.
Dos días después tomé la camioneta de la empresa donde trabajo y llegué al museo cuando iban a cerrar.
Las salas se encontraban desiertas, pero aunque me hubiera encontrado con alguien no me habría preocupado lo más mínimo.
En esta ocasión iba armado, aparte de que tenía un plan excelente.
El único problema con el que me topé fue con que el útero propiamente dicho, había desaparecido.
El conservador del museo se sorprendió bastante al verme, pero cuando le metí el cañón de mi nuevo revólver bien hondo por la garganta, se apresuró a informarme con mucho gusto.
El útero había sido vendido un día antes a un filántropo importante que había pedido que se lo enviaran a uno de sus museos cerca del Polo Norte.
Por el camino había sido robado en alta mar por algunos miembros de una organización ecologista internacional.
Esta organización había emitido un comunicado a la prensa mundial en el que declaraba que no era justo que el útero permaneciera en cautiverio y por ello había decidido liberarlo en el seno de la naturaleza.
Esa organización, según las agencias de noticias, estaba considerada como muy extremista y peligrosa y operaba desde un buque pirata al mando de un cazador de ballenas redimido.
Le di las gracias al encargado y devolví la pistola a la funda.
Durante todo el camino de regreso a casa manejé entre carriles sin hacer uso de los retrovisores y esforzándome por hacer desaparecer el nudo que había decidido instalarse en mi garganta.

Intenté imaginarme el útero de mi madre en medio de un campo verde cubierto de rocío, o nadando en el océano rodeado de delfines y de atunes.





Oscar Telmo

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