LAS AVENTURAS DE MAMÁ
El día de mí quinto cumpleaños
le detectaron mi madre un cáncer y los médicos dijeron que le tenían que
extirpar el útero. Fue un día muy triste.
Nos fuimos todos al hospital
en el coche de papá y nos quedamos esperando hasta que el médico salió del
quirófano con lágrimas en los ojos.
--En mi vida había visto un
útero más hermoso!—dijo, al tiempo que se retiraba el barbijo blanco de la cara
– me siento como si fuera un asesino!
Y es que mi madre tenía
realmente un útero precioso. Tan precioso que el hospital lo donó a un museo.
Así que un sábado nos fuimos
todos a visitarlo y mi tío nos hizo una foto junto a él.
Para entonces mi padre ya no
estaba en el país. Se había divorciado de mi madre el día después de la
operación.
--Una mujer sin útero no es
una mujer, y un hombre que se queda con una mujer que no es una mujer deja de
ser hombre—nos dijo a mi hermano y a mí, un segundo antes de tomar el avión
para el Polo Norte—Cuando sean mayores lo van a entender.
La sala en la que estaba
expuesto el útero de mamá se encontraba completamente a oscuras. La única
fuente de luz provenía del propio útero, que desprendía una claridad difusa,
como el interior de un avión en un vuelo nocturno.
En las fotos no parecía gran
cosa, pero cuando lo vi al natural comprendí perfectamente porque había llorado
el médico.
--Uds. Han salido de allí—dijo
mi tío señalándolo—como unos príncipes vivian ahí adentro, créanme. ¡Qué madre
que tienen, que madre!
Al final mi madre murió, y es
que en algún momento todas las madres mueren. Y mi padre se convirtió en un
famoso estudioso del Polo Norte y un gran cazados de ballenas.
Las chicas con las que yo
salía siempre se ofendían cuando les examinaba la matriz, porque les parecía
que estaban en la consulta del ginecólogo, que no es precisamente de lo más
romántico.
Pero una de ellas, una que
estaba muy bien formada, accedió a casarse conmigo.
Yo les pegaba mucho a nuestros
hijos, desde bebés, porque su llanto me ponía muy nervioso. Y la verdad es que
ellos aprendían la lección y dejaban de llorar para siempre a partir de los
nueve meses, e incluso antes.
Al principio los llevaba el
día de su cumpleaños al museo para enseñarles el útero de la abuela, pero como
no parecía impresionarlos demasiado y mi mujer se ponía frenética, poco a poco
me fui inclinando por llevarlos a clases de matemáticas.
Cierto día la grúa se llevó mi
coche y, como el depósito de la policía estaba al lado del museo, decidí
entrar.
El útero no estaba en su lugar
habitual, sino que lo habían trasladado a una sala secundaria llena de cuadros
antiguos, y, al observarlo de cerca vi que estaba totalmente recubierto de
puntitos verdes.
Le pregunté al vigilante por
qué nadie lo limpiaba, pero él se limitó a encogerse de hombros.
Le supliqué al conservador del
museo que me permitiera limpiarlo a mí, si no tenía personal suficiente. Pero
él, malévolamente, se negó a ello y me recordó que yo no podía tocar ningún
objeto porque no trabajaba allí.
Mi mujer dijo que el museo
tenía toda la razón y que además le parecía loco tener expuesto un útero en una
institución pública, y encima en un lugar por el que pasaban chicos.
Yo, por lo contrario, no podía
pensar en otra cosa.
En mi interior sabía que, si
no forzaba la puerta del museo, robaba el útero y me ocupaba de él, dejaría de
ser el que era.
Como mi padre aquella noche en
la escalerilla del avión, supe exactamente lo que tenía que hacer.
Dos días después tomé la
camioneta de la empresa donde trabajo y llegué al museo cuando iban a cerrar.
Las salas se encontraban
desiertas, pero aunque me hubiera encontrado con alguien no me habría
preocupado lo más mínimo.
En esta ocasión iba armado,
aparte de que tenía un plan excelente.
El único problema con el que
me topé fue con que el útero propiamente dicho, había desaparecido.
El conservador del museo se
sorprendió bastante al verme, pero cuando le metí el cañón de mi nuevo revólver
bien hondo por la garganta, se apresuró a informarme con mucho gusto.
El útero había sido vendido un
día antes a un filántropo importante que había pedido que se lo enviaran a uno
de sus museos cerca del Polo Norte.
Por el camino había sido
robado en alta mar por algunos miembros de una organización ecologista
internacional.
Esta organización había
emitido un comunicado a la prensa mundial en el que declaraba que no era justo
que el útero permaneciera en cautiverio y por ello había decidido liberarlo en
el seno de la naturaleza.
Esa organización, según las
agencias de noticias, estaba considerada como muy extremista y peligrosa y
operaba desde un buque pirata al mando de un cazador de ballenas redimido.
Le di las gracias al encargado
y devolví la pistola a la funda.
Durante todo el camino de
regreso a casa manejé entre carriles sin hacer uso de los retrovisores y
esforzándome por hacer desaparecer el nudo que había decidido instalarse en mi
garganta.
Intenté imaginarme el útero de
mi madre en medio de un campo verde cubierto de rocío, o nadando en el océano
rodeado de delfines y de atunes.
Oscar Telmo
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