El día que mataron tres veces
a
Victorino Iturmendi Fernández
España 1936
A Victorino Iturmendi
Fernández lo mataron tres veces entre el
4 y el 5 de agosto de 1936. Una vez en Dicastillo y dos en Morentin.
Más de tres mil fusilamientos
se cometieron en Navarra, a raíz del fallido golpe de estado del 18 de julio de
1936 y la posterior guerra civil que desgarró a España en todas sus provincias.
En cada ciudad, en cada pueblo
y en cada madrugada de cada uno de todos los días hasta el 1 de abril de 1939 -y
aún después- hay al menos una víctima, un desaparecido, una memoria callada y
sorda durante décadas de horror y represión.
Tapias, cunetas, plazas de
toros, frontones, paredes traseras de las iglesias, simas, cuevas. Los
escenarios del horror son múltiples, variados y a menudo escogidos por cerebros
enfermos de odio, al rumor de rosarios y letanías.
Aún hoy encontramos pueblos,
casas y familias en los que nadie habla de ello. Son cosas de la guerra… o en
la guerra ya se sabe… y a continuación el silencio oreado de los años.
En la inmensa mayoría de las
situaciones no podemos hablar de un silencio sepulcral o de un silencio de
tumba porque no las hay. Solo hay cunetas, fosas innombradas, huesos revueltos,
cal viva y horror.
Esos asesinatos incluyen a
niños, abuelos, mujeres, jornaleros, maestros, obreros, alcaldes, padres de
familia, familias enteras, o hermanos, como los Ferrer de Gallipienzo,
fusilados en el cementerio de Falces, mientras cantaban abrazados una jota.
A menudo confundimos el
desenlace de sus muertes imaginando que todos fueron fusilados contra una
tapia, a la luz de unos focos de automóvil, con los ojos vendados y escuchando
el ave maría de un sacerdote que habla bajo. Y no fue así, en muchos casos un
tiro en la cabeza, sino dos o tres hasta morir, o una agonía lenta sin ver
amanecer con la tierra encharcada por la sangre tibia ahora y fría al rato.
Despeñados como Elizalde en
Santa Bárbara sobre el Ega en Estella, arrastrados por una caballería hasta
morir sin sangre, como el ciego de Mendavia por las calles de, otra vez,
Estella. Empujados a una sima en Urbasa, agonizantes y viendo como sus verdugos
bajan con la cuerda un perro que camina hacia ellos…
Más de tres mil torturas,
todas documentadas, con nombres y apellidos, con familia, con miedo y
señalados. Matados, otra vez, por la bala helada del olvido.
Hay muertos a quien nadie
reclama y que siguen ahí, en el sitio del olivo, junto al banco de un parque
nuevo, detrás de aquella tapia, en el escombro de un corral en el campo, o en
el sitio del juego de tu pueblo.
Se llamaba Victorino Iturmendi
Fernández, había nacido en Morentin cuando el siglo era joven (1904) jornalero
del campo y miembro de la Unión Republicana (UR). Se casó con Nati Aoiz Abrego
y vivía en Miranda de Arga, dónde a veces podía trabajar de sol a sol. No tuvo
hijos.
Le faltaban tres meses para
cumplir 32 años cuando fue sacado de casa por la fuerza por los de la fuerza.
Serían falangistas o requetés con boina y escapulario, da igual, siempre son
los mismos los que fuerzan.
Junto a él estaban detenidos:
Felipe Elizalde, Anastasio Ezquerro, Ángel Ibañez, Joaquín Ibañez, Ramón
Iradier, Germán San Juan, Matías Tapiz y José Tapiz. Los 9 hicieron en silencio
y maniatados el viaje entre Miranda y Dicastillo en un camión del pueblo.
Victorino conocía el paisaje,
la silueta oscura de Montejurra, la Solana y el Ega más abajo, Las Peñas de
Azanza en el norte, por donde viene el frío. El mismo frío que ahora le dolía
en la cabeza.
No había pasado ni un mes
desde el inicio de la guerra y sabía de muertos y venganzas. En una localidad
de 1,600 vecinos 25 fueron asesinados en ese tiempo de espada y sacristía.
A Victorino ese día lo iban a
matar tres veces.
Junto a la tapia del
cementerio se les ejecutó uno a uno. No fue un fusilamiento con esa trágica
escenografía de los cuadros románticos, a la luz de la luna, con elegantes
verdugos, marciales y solemnes.
No. No fue así. Los mataron
sorbiéndose la rabia con los mocos, tosiendo la pena, respirando el miedo,
pellizcando la noche negra y grande.
A cada cual le dieron su tiro:
en la mejilla, entre los ojos, la nuca, en la sien.. uno a uno …
Tiros de pistola, a
quemarropa. Los dejaron allí y se volvieron. Cada uno a su casa, a dormir con
su mujer y con sus hijos.
Victorino vivía. Malherido
sabía el camino hasta Morentin. Apenas tres kilómetros. Él sangraba, los demás
ya no. Quiso llamarles pero el miedo le obligó a quedarse quieto y a esperar
silencios. Cuando éstos llegaron ya sabía que nadie respiraba.
Quizá se arrastró un trecho,
se pudo levantar y llegar, cuando ya había amanecido, a la casa. La casa de la
vida, la casa de los padres.
Alguien le vio. Se corrió una
cortina y esa voz tan discreta que miente con la puerta entornada, la que va de
una esquina a una alcoba y de allí al cuartel, al uniforme y al orden nuevo que
va a salvar la patria a costa de las vidas.
“¿Eso significa que tendrá
usted que fusilar a media España?”
El general Franco sacudió la
cabeza y, sonriendo, dijo: “Repito, cueste lo que cueste”.
Y costó. Ese día una vida más.
Hacia el mediodía del 5 de
agosto de 1936, después de las campanas, sin llamar a la puerta, entraron dando
voces.
Dicen que Victorino, a punto
de cumplir 32 años, estaba consciente pero no pudo andar. Lo arrastraron siendo
ellos la única sombra al sol de La Solana. Uno cogió una silla en la cocina y
caminó el primero, marcial, presuntuoso, hasta llegar al centro del frontón del
pueblo.
Sentaron a Victorino y lo
sujetaron al respaldo. Sería la misma silla en la que se subía de niño para
saltar el juego de la infancia, desatando los sueños.
Ahora le ataba la pesadilla.
Fue fusilado con escopetas,
postas a bocajarro, para matarlo bien, como escarmiento. Y dejaron al rojo
desangrado, hilvanado a la muerte con ese curioso color del colorado.
Le mataron tres veces; en
Dicastillo con ocho de los suyos, ahora y poco antes solo en su pueblo.
Horas atrás se supo visto por
el vecino y en aquella sonrisa se había dibujado la muerte disfrazada de
envidia y podredumbre.
Era martes. Con el Ángelus
rezado, la tarde comenzaba. La silla proyectaba una sombra de luto en la sangre
del muerto. Victorino tenía los ojos abiertos, mirando todavía la casa de sus
padres, la casa de la vida con las puertas cerradas.
Hasta hoy.
Juan Andrés Pastor Almendros.
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