En Memoria y olvido, el
escritor zapotlense definió a la erupción del Volcán de Colima como “una leve
experiencia pompeyana”. Alrededor de ésta, y en general del coloso de fuego,
giran muchos de sus textos, pero en particular en La feria hace un retrato
despiadado e irónico de su pueblo natal y sus habitantes
Cada vez estoy más seguro de
que los mejores escritores contemporáneos se encuentran escondidos tras los
nombres de “Independiente” o “Novel”, y cuando llegan a mis manos joyas como la
que compete a este análisis/crítica, esa seguridad se transforma en orgullo de
literato.
“¿Qué tal te fue en París?”. “¿Tu hija ya está en
secundaria?”. “¿Sigues en la misma empresa?”. “¿Y eso que te cortaste el
cabello?”. “¿Abriste la cuenta en Panamá?”. “¿Cómo sigue tu papá?”. “¿Cuántos años
cumpliste?”. “¿De verdad sabes tocar guitarra?”. “¿Ya te repararon la
computadora?”. “¿Tienes carro?”. “¿Dónde conseguiste harina?”. “¿Supiste que
María y Pedro se separaron?”. “¿Estás por
terminar el doctorado?”. “¿Cuánto te pagan?”. “¿Sigues practicando yoga?”.
“¿Cuándo te casas?”. “¿Tienes afeitadoras?”. “¿Es flaco o gordo?”. “¿Dónde
compraste ese vestido?”. “¿No me digas que te gusta planchar?”.
Francisco Elizalde Martínez
tenía 38 años cuando la guardia civil le rompió los brazos a golpes en el
puesto de Los Arcos en el otoño de 1936.
En ese mismo instante decidió
que ya era momento de morir. La lucha no terminaba, solo había comenzado, pero
él además de quedarse sin brazos con los que trabajar, sin puños para golpear y
sin dedos para señalar, se había quedado sin fuerzas y estaba solo.